jueves, 15 de julio de 2010

Día Gris Medio...

(Segunda página)


Tomó algunas de las notas que cargaba en su mochila y empezó a repasar una y otra vez cada pequello detalle de lo que había allí escrito. Aún no entendía bien por qué conservaba aquella maraña de papeles; garabatos, textos oscuros, pedazos de canciones inéditas, cuentos cortos, crónicas y hasta frases sueltas formaban aquella colección de recuerdos y de diminutos instantes. Quizá, en otro tiempo, uno de sus estúpidos arrebatos lo habría llevado a botarlo todo, a prenderle fuego a cada una de aquellas hojas de papel para luego ahogarlas con agua helada, asi pensaba antes, todo se borraba, el fuego y el agua se llevarían todo. Pero con su recuerdo y con el rompecabezas de papeles que guiaban esa historia nunca quizo hacer algo parecido, quizás fue en medio de alguna madrugaba de esas en las que solía levantarse a ver la tormenta desde la ventana mientras escribía, encontró el equilibrio soportable entre recordarla y quererla, porque al contrario, quizás sobraban las razones para recordar aquel día.


Habían pasado ya muchos años después de aquel extraño día, pero aún recordaba cada diminuto instante de aguel “día gris medio”, nombre con el que en una de sus secretas conversaciones habían llamado esa primera tarde en la que sus ojos se encontraron más de una vez sin nada de accidente. Aún recordaba el sabor de ese día, un sabor que cada vez más se alejaba en medio de la distancia y el tiempo y en la imposibilidad de repetirlo de nuevo. Ahora se daba cuenta que todo sumaba un día completo, un amanecer escribiendo para ella, una mañana sobre los tejados de barro, una medio día en cámara lenta a través de quienes caminaban entre ellos, una tarde con pasos lentos y toda una noche para grabarse para siempre sus ojos y su boca, todo estaba allí en medio de sus notas y de sus papeles, cada diminuto instante había provocado algo y ahora solo eran un desorden de escritos que ocuparían su mochila para siempre.


Dejó de escribir por un momento y volvió a encender el tabaco que reposaba sobre la mesa, el cese de la lluvia permitía salir a la gente que volvía a caminar por la ciudad y la inclinación de la calle del bar, que desembocaba en una gran avenida, le ofrecía otra vez esa imagen que tanto le gustaba, esa cámara lenta lejana de las cabezas y de los cuerpos de quienes iban y venían por la acera, que con sus movimientos y vaivenes parecían las pequeñas crestas de un mar en calma, aquel que se mese suave y tranquilamente antes y después de una gran tormenta. Fumó otro cuarto de su tabaco mientras observaba aquel tiovivo de figuras sobre la acera lejana y esperó a que llegara el café, que muy bien sabía que no le gustaba pero que de vez en cuando tomaba en algún lugar mientras escribía, tomando siempre un primer sorbo de la taza muy caliente, quizás era la única razón por la que pedía café, le divertía las siguientes horas ese ardor en la lengua de cuando se quemaba.


Cuando llegó el camarero con el café se produjo la típica conversación sobre el clima y la lluvía que acababa de pasar lo que lo hizo salir por unos breves momentos de su ausencia lejana, detalles y opiniones acomodadas y predecibles sobre un fenómeno natural que afectaba las vidas de todos. Así siempre ocurría, cada momento de la taciturna cotidianidad que había construído en aquella ciudad lo sacaban de su extraño planeta y le permitían continuar su vida sin más pretensiones que las de llegar a su casa y esperar que la batalla entre los recuerdos, las ganas de escribir y el cansancio, no se prolongara por muchas horas. Cada día nuevo era un volver a comenzar, un espacio en blanco en su cabeza mientras iba de aquí para allá a través de la monstruosa ciudad, caminando rápido, a toda prisa, sin tiempo para detenerse en los detalles de alguna vitrina o de alguna parada de autobús, simplemente soportando una deriva controlada que lo mantenía en aquella ciudad con vida, con algo de dinero. Cuando llegaba la tarde y la deriva se iba era cuando ralentizaba sus pasos y se perdía en su extraña ausencia.


Continuará...


jueves, 1 de julio de 2010

Y nada más...

…Y ella apareció, estaba allí parada bajo la fuerte lluvia, conversaba con alguien que soportaba la lluvia sólo por estar junto a ella, pero él sentado en uno de los escalones de aquel viejo edificio que se había convertido en su casa, odiaba verla, odiaba ser un idiota que miraba, odiaba ser un maldito cobarde y haber encontrado una vez sus ojos, odiaba no soportar la lluvia junto a ella. Él siempre estaba allí, ella de vez en cuando lo miraba como cuando alguien mira la noche estrellada y ve una estrella más, de esas opacas y lejanas en las cuales la gente no se detiene mucho, así lo miraba ella, a veces solo a veces y cuando ella se cansaba por fin de la lluvia, subía los escalones y pasaba justo al lado de él dejando caer una hoja en blanco, una hoja en la que todos los días en el mismo escalón aparecía un cuento.


Pero ese siguiente día no hubo lluvia, ya era tarde y no llovía, había algunas nubes grises y una bruma espesa se asentaba pero no llovía, el viento traía notas melancólicas y parecía triste pero aún así parecía imposible que cayera alguna gota. Ella llegó hasta los escalones para recoger su cuento pero la hoja que había arrojado la tarde anterior no aparecía por ningún lado, buscó hasta el último escalón pero nada aparecía, allí no había ni cuento ni escritor. Se sintió extraña, era la primera vez que él no había dejado su cuento pero ¿cómo reclamarle?, si ella tan solo sabía que él vivía en algún rincón de aquel edificio, no sabía nada más de él, nunca se había sentado a su lado a soportar la lluvia, solo lo miraba a veces y antes de irse le tiraba la hoja en blanco para su próximo cuento…


…Pensando en eso nunca le había hablado, ni siquiera para darle las gracias por alguno de sus cuentos ni para discutirle cuando el final de alguno no le gustaba, se sentía rara, él no significaba nada para ella pero se sentía extraña, trató de no pensar en nada y se sentó justo en el escalón en donde se sentaba aquel escritor. -¡Levántate!- ella escuchó y giró su cuerpo para ver quien hablaba y allí atrás, unos escalones arriba, estaba él con los ojos llenos de furia. -¡Que te levantes!- volvió a gritar él, -¡talvez seas la Muerte pero no tienes derecho a poner tu fría sombra sobre mis cuentos!-. Ella se levantó y ahí en el escalón estaba el viejo libro en donde el escondía sus cuentos y las hojas que le dejaba, entonces ella lo miró fijamente, -¿Muerte, cómo te atreves a llamarme así?, ¡además yo solo buscaba mi cuento!.


Él bajó los escalones y sin mirarla (quizá no era capaz de hacerlo) tomó sus hojas y su libro, buscó un momento pasando los dedos por los bordes y sacó una, se la entregó y se sentó con el resto de hojas y su libro entre las manos. En aquel instante la bruma se disipó y la lluvia comenzó a caer sobre el edificio pero él la soportaba toscamente y allí, junto a él, se sentó ella a leer su nuevo cuento esperando encontrar la respuesta al “nombre” que él le había dado. Leyó todo el cuento, tres veces lo leyó pero no encontró nada en el cuento que respondiera por qué el la había llamado “Muerte”, entonces se levantó, guardó la hoja y suspiró hacia el escritor pero este ni se inmutó así que ella bajó los escalones y se perdió en la lluvia…


Él estaba escribiendo en una de sus hojas: “allí estaba, fría, pálida, lánguida, lúgubre, sombría, se desvanecía y era una desconocida, pero lo único que tengo seguro en la vida es ella y justo allí al lado se había sentado, allí junto a mi estaba la Muerte, por fin la tenía cerca y la única estupidez que le dije fue que la odiaba”. Terminó de escribir esa nota y cerró su libro, levantó la mirada hacia la lluvia y se sorprendió que ella venía hacia él, no traía ninguna hoja en blanco en las manos, -¿ya no quiere cuentos?- se preguntó con tristeza y bajó la mirada esperando que ella seguiría de largo, quizá lo que le había dicho la había molestado.


Pero ella no siguió el camino de los escalones, se detuvo y otra vez se sentó junto a él, suspiro un momento y le dijo con los ojos iluminados por lágrimas, -yo no soy la Muerte escritor- y giró con sus manos la cara de él hacia ella, -yo no soy la Muerte, solamente la conozco tanto que me parezco a ella-. Él sonrió como cuando era niño, abrió sus hojas y le entregó la nota que acababa de escribir, la tomó de la cara y le dijo: -¡Por fin entendiste mi cuento, el problema es que yo a ti te conozco tanto que pensé que eras ella!-. Miró hacia la lluvia y luego volvió a mirarla, cerró los ojos y otra vez habló: -Yo sé que no eres la Muerte-. Ella se sorprendió y le pregunto que por qué ahora le decía que lo sabía, entonces él abrió los ojos y suspiró antes de hablar: -porque con la Muerte ya no siento miedo pero en cambio con tu alma y con tus ojos este tonto escritor se aterra y se estremece-. Entonces le dio un beso a ella en la frente, se levantó de aquel escalón y se perdió en el fondo del viejo edificio, ya era tarde, para ese momento él ya estaba muerto, ella ya lo había matado...


12:59 Lullaby...