lunes, 27 de junio de 2011

El abrigo del gato...

(Realidad y ficción alternativas de un cuento de María Paula Carvajal...).


El Abrigo del Gato... (Continuación alternativa).


La lluvia lo golpea cada vez con menos fuerza, parece que por algún momento la tormenta se marchará a otro lugar y en pocos minutos el vestigio más importante de la convulsión del cielo es el sonido serpenteante de las ruedas de los coches al rodar sobre las calles aún empapadas. Usted simplemente se desliza sobre la acera sin ponerse de pie, se acerca hasta el borde de la calle y se sienta justo a unos tres pasos de donde cayó su maletín, con su mirada hacia el cruce de los vehículos y dándole la espalda a un edificio de vidrios oscuros y reflectactes que ofrecen un panorama aterrador del cielo próximo, cargado de nubarrones grises y negros que se mueven lentamente hacia esa dirección.


Se fija en sus zapatos y en su ropa y se percata que está completamente mojado y que el lodo ha manchado buena parte de su atuendo, dejando ciertas marcas grises por todas partes que sólo por ahora le parecen una especie de maquillaje para esconderse, para desaparecer. Su maletín parece naufragar en medio de un charco en el que reposa un anuncio teatral viejo de algún montaje de “Dostoevsky”, antojándole la sensación de que aquel maletín simplemente podría ser parte de la utilería de aquella obra, quizá no sólo el cuadro del charco, quizás un plano más abierto que lo incluye a usted, una adaptación moderna de algún pasaje del San Petersburgo del siglo XIX, una mirada ajena sobre lo que usted cree ser, simplemente un acto preparado para entretener a algunos intelectuales que tratarán de descifrar con frases profundas su ridícula situación sentado en aquella calle.


Otra vez la imaginación lo distrae, aunque a veces está totalmente convencido que es la realidad la que no lo deja poner completa atención a lo que sucede alrededor; pasa una mujer caminando con prisa y el ruido, sí, el ruido de sus tacones contra el gris concreto de la acera parece funcionar como el chasquido de los dedos de un hipnotizador truculento. Recuerda el café, las ganas que tenía de café caliente, se arrastra hasta el maletín y le parece un absurdo que en medio de todas las cosas “útiles” que carga allí, no exista alguna que le permita conseguir un café en alguna tienda cercana. Con rabia arroja el maletín a la mitad de la calle y sólo alcanza a advertir el ensordecedor sonido de la bocina de un bus que sin desacelerar en lo más mínimo su marcha, pasa sus ruedas enlodadas sobre el maletín destruyendo grandes cantidades de archivos y documentos digitales encerrados en un aparato de mierda al que solía conectarse siempre que caminaba por la ciudad, cuando usted pretendía estar en otro lugar, en otro estadio de su mente.


Se levanta de la acera y entonces advierte que en los bajos del edificio de vidrios oscuros, lejos del portero que mira con desdén y asco hacia la calle, hay una anciana con un carro de esos que empujan llenos de tarros con café y aguas con infusiones de hierbas. La mujer le hace señas y le sonríe, de alguna encantadora forma para que usted se acerque hasta donde está ella, pero al intentar hablarle ella le extiende un vaso con agua extraña y le dice que el café no es bueno en estas situaciones, mientras le pone un poco de miel en el vaso que ya está entre sus manos. El vapor de la infusión de hierbas sube hasta su cara y el olor parece reconfortarlo, hasta por un momento se olvida que esta mojado y con la ropa llena de barro.


Se queda en silencio y se detiene a observar su maletín en la mitad de la calle, se imagina que si aquel “archivador” con sus documentos fuera gigante, de madera o de metal y no un aparato electrónico, probablemente aquel bus se hubiera volcado y producido un gran desastre al salir disparado contra los bajos del suntuoso edificio, lleno de personas en aquella hora final del día.

De pronto otra vez, un salto en el espacio tiempo y usted puede ver como otro bus de la misma ruta viene con la misma velocidad por la calle; se acaba la bebida de un solo trago y salta corriendo hacia la calle y una vez más el bus no desacelera su marcha porque otra vez algo le es arrojado en su paso de forma intempestiva, sólo un brusco salto, gritos aterradores y luego un desolador silencio...


...Camina despacio por el corredor de la casa, siempre le ha gustado sentir la tierra húmeda bajo sus pies recién se levanta para ir a la cocina a buscar café. Entra y el olor a leña y el humo ya inundan todo el ambiente y los primeros rayos del Sol que logran atravesar los agujeros de las tejas de barro rebotan contra el humo formando pequeños tubos de luz que parecen reflectores de un viejo teatro. Toma una jarra de café y sale a sentarse en una vieja banca de madera tosca que hay en el patio y allí está esa danza que siempre le ha gustado ver, cuando las nubes y la niebla empiezan a levantarse sobre los campos sembrados y se alejan entre las montañas, sintiendo el frío luchando por doblegar su cuerpo y rendirlo en busca de algún abrigo. Ya no lleva la cuenta de cuánto tiempo lleva allí, parece no importarle, pero a veces, sólo a veces se pregunta una y mil veces lo mismo: quién desapareció?, usted o él y con el café pretende esconder esa duda, mientras entre sus pies se pasea un gato gris manchado con tintillas negras, que parece ser recuerdo de una historia que no cesa...

domingo, 12 de junio de 2011

La pesca de una historia...

Aquella última tarde en la que estuve haciendo fotos en las playas de pesca de Taganga, me senté sobre un palo viejo de trupillo a esperar junto con el resto de pescadores la orden para halar el chinchorro a la playa y sacar el pescado, así pasaba el tiempo yo, con la cámara colgada del cuello esperando el instante para hacer una foto o pescando, aunque quizá al final fueron más las veces que pasé los días pescando, porque mientras de aquella forma impertinente me convertía en testigo presencial de la cotidianidad de un oficio que tal vez es imposible configurar en unas pocas imágenes, cada cuento y cada retazo que lograba conocer de la larga historia de aquel pueblo de pescadores sólo me convencían de que nunca tendría mejor cámara fotográfica que la que tenía en mi cabeza, más sin embargo, de alguna forma simple y sencilla trataría de dar cuenta, en algunas de mis fotografías, de un pedazo de aquella historia ancestral que lleva generaciones escribiéndose sobre las aguas del Mar Caribe y que aún hoy se resiste a desaparecer de la memoria de decenas de hombres que siguen entregándole su vida al mar y a la arena.


Y entonces también ocurrió, en una de aquellas tardes en las que estaba sentado en alguna de las playas de pesca, quizás en Genemaca, quizás en La Aguja, en medio de la espera, escuchando las historias de uno de aquellos pescadores que pasaba la tarde fumando tabaco enrollado y tejiendo un paño para uno de los chinchorros, mientras al fondo se escuchaba el golpeteo de las fichas del dominó contra la improvisada tabla de juegos, me levanté de la arena, caminé hasta donde estaba mi mochila, tomé la cámara y entonces me di cuenta que nadie se percataba de mis movimientos, había logrado por instantes hacer parte de aquella cotidianidad que había visto desde afuera, así entonces, en aquellos instantes en los que la cámara parecía desaparecer, podía sacar los retazos y las imágenes para armar mi historia sobre los pescadores de Taganga, sentado junto a la mesa del dominó, halando un chinchorro o con los viejos tejiendo, teniendo siempre la certeza que detrás de cada imagen habrá una historia que poco a poco se esconderá en la memoria de un pueblo y el silencio.