miércoles, 12 de octubre de 2011

Abrigo Rojo

"Porque a escribir nadie le enseña a uno... porque a escribir se aprende".

(...) después de caminar por un par de cuadras llegaron a uno de los muelles de carga del puerto, esos que aún quedan en la parte norte del barriecito de mierda que construyeron sobre las ruinas de las viejas dársenas en donde trabajó el abuelo de él, de Santiago. Ambos llevaban un rato en silencio, en parte quizá por el frío aterrador que bajaba de la cordillera embalado en desafiantes nubarrones negros, aunque también ayudaban las pocas ganas que él tenía de hablarle, prefería quedarse en ese estado febril que traía en su mente y que desde afuera sólo era percibido como unos puntos suspensivos en el interludio de alguno de sus cuentos flojos.

Encontraron una banca desocupada y se sentaron uno al lado del otro, separados por la distancia que provocaba su silencio; pero no pasaron ni tres segundos cuando él se levantó y caminó hacia la baranda del muelle, sacó de uno de sus bolsillos un cigarrillo y mientras buscaba adentro de su abrigo algo para encenderlo, empezó a hablar sin mirarla, tal vez aprovechando que sus palabras se escurrían en la misma dirección del viento y que tal vez tardarían 80 días en darle la vuelta al mundo para que ella, sentada en la fría banca de atrás, las escuchara.

Empezó a decir en voz alta la misma idea estúpida que llevaba meses dando vueltas en uno de los rincones de su cabeza, aquello de que él estaba seguro que había atravesado una frontera maldita de la soledad, una que le impedía sentir la necesidad de alguien, un límite que después de cruzarlo lo había hecho invulnerable a toda la basura que nos etiquetan en las vidrieras con la palabra "amor", un umbral que quizá lo estaba convenciendo de que ya no debía amar a alguien, de que ya no quería amar a alguien...

...pero todo lo que dijo se lo llevó el viento hacia los barcos que se veían atracados al fondo del puerto, unos cientos de metros mar adentro. Ella había tratado de oír lo que él decía pero desde la banca sólo pudo ver como sus labios se movían en medio del sonido del viento, del ruido de las sirenas de los buques cercanos que maniobraban para atracar y del humo que salía de sus pulmones y del cigarrillo en su mano; quizá alguien debería haberle dicho que sólo debía esperar a que aquella sarta de estupideces le diera la vuelta al globo terráqueo para poder salir de la duda.

Él se calló un momento y aprovechando que el viento había cesado habló más duro, aún sin hablarle directamente a ella, con la mirada perdida en las lucecitas que se empezaban a prender en los camarotes de algunos barcos: -no me gusta más este juego, parece que sólo soy una especie de puntos suspensivos encerrados en un paréntesis en una historia ajena -sentenció con fuerza mientras exhalaba el humo del cigarrillo y ocultaba sus ojos rojos-, quizá sólo esté haciendo un personaje de mierda en una historia que no compartiremos.

Ella miró fijamente sus zapatos y pareció no importarle la seriedad de sus palabras porque después de algunos segundos soltó una carcajada que terminó con la maldita sonrisa que él adoraba. -Me tengo que ir -replicó ella desde la banca-, va a empezar la lluvia y no quiero mojarme, aunque valdría la pena quedarme a ver tu pataleta ridícula. Él terminó el cigarrillo y lo arrojó al suelo para pisarlo, sacó la mano de uno de sus bolsillos y le tiró a ella un prendedor rojo que había sido siempre su excusa para verla, se acercó a la banca, recogió su mochila y se fue caminando hacia el sur, con la idea fija de que quizá fue una suerte no haber tocado nunca su boca.

Pocos días después ella siguió su historia verdadera, la de frases completas y contundentes con poco tiempo para los puntos suspensivos, aunque algunas veces, en los días grises y lluviosos, pensaba en el espacio en silencio que había entre esos tres puntos, casi como el silencio entre el golpeteo de la lluvia sobre el pavimento. Él, esa misma noche en el puerto, abordó un tren hacia la sierra, a algún lugar perdido en las montañas y el campo en donde estaba seguro nunca más vería esa sonrisa de nuevo, pero tendría para siempre el recuerdo incesante del abrigo rojo de Mariana con su olor a hierba mate, de los puntos suspensivos y del largo silencio...



lunes, 10 de octubre de 2011

Nada...

Y tal vez al final nada de lo que se haga importe, porque quizá nuestra historia, la verdadera, la que cada uno cuenta y escribe desde adentro, nunca sea escuchada ni leída por alguien más aparte de su autor. Porque desde adentro los silencios, las pausas, las exclamaciones, los puntos finales y los innumerables puntos suspensivos tienen otro significado, tienen otro sentido que nunca seremos capaces de explicar, por eso a la larga dejamos que cada uno de los que se detienen a leer nuestra historia acomode su imaginario y nos construya de cierta forma, nos interprete a su manera y a su antojo, porque desde diferentes orillas la cobardía puede ser prudencia, el valor puede ser estupidez, la sensatez puede ser estancamiento y el amor puede ser una escenita empalagosa en cualquier esquina de una ciudad.

Quizá por eso al final tampoco importe si nuestra historia es una comedia o un drama, grandes reyes han destruido a sus pueblos y singulares verdugos han ayudado a escapar a los condenados, a veces se nos olvida que la espada de la justicia sigue siendo un arma, con un filo imperceptible, un arma que como todas tiene que cubrirse de sangre al momento de ser usada.

Entonces desde afuera llegan reclamos e interrogatorios, dudas al aire y al silencio, por qué aquel que fue tan recto terminó en medio de la oscuridad y las migajas de una celda y por qué aquel demonio se convirtió en un estandarte de muchos, siendo quizás que el hombre recto envidie al demonio y que aquel demonio hubiese preferido la oscuridad y el silencio...