(Segunda página)
Tomó algunas de las notas que cargaba en su mochila y empezó a repasar una y otra vez cada pequello detalle de lo que había allí escrito. Aún no entendía bien por qué conservaba aquella maraña de papeles; garabatos, textos oscuros, pedazos de canciones inéditas, cuentos cortos, crónicas y hasta frases sueltas formaban aquella colección de recuerdos y de diminutos instantes. Quizá, en otro tiempo, uno de sus estúpidos arrebatos lo habría llevado a botarlo todo, a prenderle fuego a cada una de aquellas hojas de papel para luego ahogarlas con agua helada, asi pensaba antes, todo se borraba, el fuego y el agua se llevarían todo. Pero con su recuerdo y con el rompecabezas de papeles que guiaban esa historia nunca quizo hacer algo parecido, quizás fue en medio de alguna madrugaba de esas en las que solía levantarse a ver la tormenta desde la ventana mientras escribía, encontró el equilibrio soportable entre recordarla y quererla, porque al contrario, quizás sobraban las razones para recordar aquel día.
Habían pasado ya muchos años después de aquel extraño día, pero aún recordaba cada diminuto instante de aguel “día gris medio”, nombre con el que en una de sus secretas conversaciones habían llamado esa primera tarde en la que sus ojos se encontraron más de una vez sin nada de accidente. Aún recordaba el sabor de ese día, un sabor que cada vez más se alejaba en medio de la distancia y el tiempo y en la imposibilidad de repetirlo de nuevo. Ahora se daba cuenta que todo sumaba un día completo, un amanecer escribiendo para ella, una mañana sobre los tejados de barro, una medio día en cámara lenta a través de quienes caminaban entre ellos, una tarde con pasos lentos y toda una noche para grabarse para siempre sus ojos y su boca, todo estaba allí en medio de sus notas y de sus papeles, cada diminuto instante había provocado algo y ahora solo eran un desorden de escritos que ocuparían su mochila para siempre.
Dejó de escribir por un momento y volvió a encender el tabaco que reposaba sobre la mesa, el cese de la lluvia permitía salir a la gente que volvía a caminar por la ciudad y la inclinación de la calle del bar, que desembocaba en una gran avenida, le ofrecía otra vez esa imagen que tanto le gustaba, esa cámara lenta lejana de las cabezas y de los cuerpos de quienes iban y venían por la acera, que con sus movimientos y vaivenes parecían las pequeñas crestas de un mar en calma, aquel que se mese suave y tranquilamente antes y después de una gran tormenta. Fumó otro cuarto de su tabaco mientras observaba aquel tiovivo de figuras sobre la acera lejana y esperó a que llegara el café, que muy bien sabía que no le gustaba pero que de vez en cuando tomaba en algún lugar mientras escribía, tomando siempre un primer sorbo de la taza muy caliente, quizás era la única razón por la que pedía café, le divertía las siguientes horas ese ardor en la lengua de cuando se quemaba.
Cuando llegó el camarero con el café se produjo la típica conversación sobre el clima y la lluvía que acababa de pasar lo que lo hizo salir por unos breves momentos de su ausencia lejana, detalles y opiniones acomodadas y predecibles sobre un fenómeno natural que afectaba las vidas de todos. Así siempre ocurría, cada momento de la taciturna cotidianidad que había construído en aquella ciudad lo sacaban de su extraño planeta y le permitían continuar su vida sin más pretensiones que las de llegar a su casa y esperar que la batalla entre los recuerdos, las ganas de escribir y el cansancio, no se prolongara por muchas horas. Cada día nuevo era un volver a comenzar, un espacio en blanco en su cabeza mientras iba de aquí para allá a través de la monstruosa ciudad, caminando rápido, a toda prisa, sin tiempo para detenerse en los detalles de alguna vitrina o de alguna parada de autobús, simplemente soportando una deriva controlada que lo mantenía en aquella ciudad con vida, con algo de dinero. Cuando llegaba la tarde y la deriva se iba era cuando ralentizaba sus pasos y se perdía en su extraña ausencia.
Continuará...
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