(Primera página)
Y allí estaba, caminando bajo la lluvia pero a pesar de ella sus pasos eran pausados, sin prisa ni rabia, parecía disfrutar de cada gota que caía sobre su cara y su pelo, quizás su gruesa barba le servía de abrigo o quizás simplemente le divertía ver como las gotas lo cubrían todo a su alrededor. Llevaba algunos años viviendo en aquella ciudad, aún se sentía un extraño y tal vez en realidad lo era, nunca se sintió cómodo en aquella urbe, pero no la culpaba a ella, él sabía que era él quien podía ser culpable, él sabía que nunca dejaría de sentirse ajeno y extraño en medio de aquellas calles, no era culpa de los edificios ni del ruido, no era culpa de las aceras anchas y atiborradas de gente, no era culpa del verano ni del invierno, solo era esa extraña sensación que lo alejaba de allí, a veces más en las noches.
Pero allí iba caminando siempre, cuando terminaba sus oficios temprano y el resto del tiempo era suyo, caminaba por todas las calles que sus pies se encontraban; quizás conocía mejor que nadie aquella ciudad, quizás ni su vecino de 78 años, que se jactaba de haberse criado allí antes de que él llegara al mundo, conocía las calles que él había recorrido; la librería vieja a unas cuadras del museo de arte en donde siempre encontraba el libro que en toda la ciudad no existía; la pastelería de cajitas rojas en donde de vez en cuando se detenía a comprar dulces para llevar; la barbería de aquel viejo italiano en donde duraba horas con el pretexto de arreglar su barba, mientras hablaba de un poco y de nada con aquel simpático barbero que nunca le cortó la barba, pero que más de una vez salieron dando tumbos llenos de vino.
Ahí estaba, en medio de su inconmensurable soledad, caminando lentamente sin huir de la lluvia, usando cualquier pretexto válido o no para demorar sus pasos, jugaba a no pisar ningún charco alejandose de las orillas, luego de un rato jugaba a pisarlos todos, mientras todos corrían a su lado en todas las direcciones él solo caminaba sin pensar, hacía ya muchos años en una tarde extraña había aprendido el significado de caminar despacio para no alejarse.
Había llegado allí como llegaba siempre a cualquier lugar, huyendo. Nadie sabía realmente por qué había huído de su país y por qué había llegado allí y aún más extrañamente nadie entendía por qué no había huído ya de esta ciudad, quizás no había nada allí que lo asustara o simplemente se había cansado de salir de noche con el eterno hueco en el pecho dejando atrás todo. Parecía que la soledad por fin había consumido sus sueños y que ahora simplemente disfrutaba de las tardes libres, sin la esperanza de otra tarde más, solo con la plena certeza de que en la madrugada, cuando el sueño lo venciera por fin, descansaría por unas horas de su extraño planeta.
La lluvia había amainado un poco y se detuvo para comprar un tabaco en un viejo bar que justo estaba en la acera de enfrente. Cruzó la calle sin prisa, entró al bar, buscó algunas monedas en el bolsillo de su abrigo y pagó el tabaco. Salío otra vez a la calle y a pesar de la lluvia se sentó en una de las bancas de la acera que aquel viejo bar ofrecía para sus fumadores. Después de medio tabaco la lluvia terminó completamente y ahora el único sonido del agua era el de los riachuelos que corrían por las canales y el serpenteo de las ruedas de los coches que volvían a pasar por la calle de enfrente. Uno de los meseros salió y le ofreció café, no sin antes ofrecerle disculpas por no haberlo atendido antes, pues con la lluvia nadie solía sentarse allí afuera, él simplemente sonrió calladamente y encargó además del café uno de esos panecillos que traían pequeñas rodajas de tomate en la cubierta y pidió además algunas galletitas. Lo había decidido, allí, mientras pasaba la tarde con su tabaco y escribía un rato en sus notas en medio de aquel día gris, se acordaría un rato de ella...
Continurá...
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