miércoles, 9 de junio de 2010

Gatos, se llaman gatos...


Aquella tarde, una de las últimas del invierno de aquel año, caminando en medio de las últimas luces que ofrecía el Sol a la media tarde, se encontró sólo en medio de un lugar ajeno, no escuchaba ni sentía nadie alrededor, todas las calles a su alrededor estaban llenas de ausencia y el silencio se extendía más allá de sus pasos, sólo a la distancia de varias calles, se veían los autos y los colectivos que pasaban a mano y contra mano sobre alguna avenida lejana, pero allí, alrededor de donde se había detenido en su caminata, el tiempo simplemente se había detenido.

Buscó con sus ojos en todas las direcciones pero no había movimiento alguno, solo las hojas secas que habían escapado a la limpieza de la ciudad se movían solitarias por las aceras y las calles, empujadas agónicamente por una brisa seca y fría que extendía la confirmación de que el invierno agonizaba si, pero aún seguía vivo. Todo estaba inmóvil, hasta parecía que el Sol se había detenido en aquel punto porque a pesar de que tardó algunos minutos en encontrar aquel charco amarillo sobre los adoquines de la calle del fondo, se quedó ahí por un largo rato incluso hasta después de encontrar navegante.

Fue lentamente que se empezó a fijar en la calle del fondo, aquella no era de asfalto sino de pequeños adoquines cuadrados ordenados en forma circular, formando la imagen de las ondas que provocaba la caída del Sol en el horizonte de aquel charco amarillo. Bajó su cuerpo, se tiró al suelo y busco acercar su mirada a la altura de sus zapatos, para ver como cuando uno ve a los 5 años, que ve todo desde el suelo y es capaz de ver más grande lo que esta más lejos y desde donde también se pueden ver las crestas de las olas cuando el Sol las hace estallar en mil destellos.

Ahí se quedó, inmóvil, por varios minutos, hasta que un rayo fulminante negro y blanco atravesó sus ojos y todo se ralentizó en medio de su extraño planeta. De un callejón de la izquierda que desembocaba en aquella calle, apareció de la nada un gato de media tarde, que grosera y soberbiamente interrumpió su escenario vacío para atravesarlo a modo de sublime interludio, en medio del cual nunca disminuyó su marcha más que para mirarlo a él con asombro y vehemencia, aún caminando lentamente pero con la marcha continua, para luego llegar al borde de aquel charco amarillo que se extendía sobre los cuadrados de la calle, agazaparse un instante antes de cruzarlo y luego decididamente atravesarlo hasta el horizonte, hasta otra orilla lejana.

Y después de un silencio lejano, buscando con la mirada tras los bastidores del fondo a donde se había ido el gato, la ciudad volvió a aparecer y se llenó todo el escenario con personajes torpemente dispuestos que en medio del desorden no reparaban que él estaba sentado en la mitad de la calle de adoquines, mirando desde el suelo hacia el horizonte.

Se levantó luego de algunas miradas lejanas con personajes que le pasaron al lado, sacudió el polvo de su ropa y miró la foto fija de aquella obra: allí había quedado registrado el instante antes de aquel personaje de bigotes del intermedio. Sonrió y se acordó de sus zapatos para escalar, de cómo todos preguntaban -¿cómo se llaman?- a lo que el contestaba -gatos, se llaman gatos- sin mucho reparo.

Pero años después, al sentarse a escribir la referencia de la escena sonreiría más, se acordó que nunca había pensado en los gatos, hasta decía que no los trataba mucho a pesar de que se había atrevido alguna vez a buscar casas de guepardos y a contarles manchas. Porque los gatos le parecían extraños, es que son odiosos, se van cuando se les da la gana, comen pescado, andan solos y de vez en cuando buscan alguien para pelear o para que los consienta, les gusta treparse por rocas y paredes verticales, andan de noche, se van sin avisar y cuando regresan llegan con soberbia, se lamen solos las heridas y cuando una se cierra no hay demora para abrir otra más, para luego tirarse toda una tarde sobre las tejas de barro a esperar el Sol...

...Y mirá vos, acá pensando en alistar mi mochila para irme a tirar al Sol, sin avisarle a nadie y sin que nadie me extrañe, con dos latas de atún y con solo una vaga idea de volver a verte y que en una calle de esta ciudad que nos prohibe vernos, me encuentre un charco amarillo no tan difícil de cruzar. Y una tarde en algún charco amarillo donde se detenga el tiempo te podré revolver el pelo sin miedo, así sea de lejos, conjugando el gris medio del pasto, el rosa del centro, el rojo de tus ojos y mi barba, las curvas verdes de tu pelo, el amarillo de tu vestido y tu sonrisa como puntos suspensivos sin encierros...

Y es que esta noche no estás porque es que nunca has estado, no sé a donde llegó tu torre o si las ganas de dormir se fueron por un acantilado, si te escondiste en un avión con las ganas de irte lejos como una bomba amarilla sin cuerda, pero acá en este extraño planeta hoy te ganaste un cuento, quizás por el hueco en la panza que significa un Día Gris Medio, que cada vez se oprime más entre la razón y los miedos, entre tu nombre de tres letras y el inevitable silencio de saberte muy lejos.

...Los encontré, encontré mis gatos, ahora ya puedo cerrar la mochila.

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