lunes, 7 de junio de 2010

"Misa de Gallo"

“Nunca pude entender la conversación que sostuve con una señora, hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era la noche de Navidad. Habiendo convenido con un vecino en ir los dos a la misa de gallo, preferí no dormir; acordamos que yo iría a despertarla a medianoche”…


Llevaba ya varias semanas hospedado en esa casa y casi siempre era el único hombre - si es que podía considerarme un varón a esa edad – en la casa porque el marido de la señora siempre se ausentaba por varias semanas y esa era la situación de esa noche. Me propuse esperar la media noche acomodado en una pequeña sala de la casa que tenía un par de ventanas pequeñas que daban hacia la calle.


La señora Cándida que la más de las veces era tímida y callada, viviendo a la sombra de su madre y de su marido, había aparecido esa noche en medio de mi espera para la misa de gallo y me había empezado a hablar de cualquier tema y de ninguno, provocando que no me concentrara en sus palabras porque yo solo advertía la bata traslúcida que llevaba puesta y su blancura extraña, que se convirtió muy rápidamente esa noche de un simple rasgo a una razón de hermosura. Sin embargo después de cantaletear y divagar por muchos temas la conversación llegó a un punto muerto y el silencio se apoderó de los dos, se quedó parada junto a una de las ventanas y luego de un silencio que pareció eterno suspiró.


- Ahí llego su compañero de misa de gallo, tuvo que venir a buscarlo a usted -. Enseguida puso en su rostro un pálido rasgo de desaliento, se despidió fríamente y me dijo que trataría de volver a dormir otra vez luego de que se callara el ruido de las calles producido por la gente que se dirigía a la misa. - Aunque no estoy cansada, seguramente me desvelaré y me encuentre despierta cuando vuelva – me replicó antes de perderse en el pasillo que se adentraba en la penumbra de la casa.


Salí a la calle y saludé a mi compañero al tiempo que procuraba empujar el portón de la entrada lo más lento posible para evitar que el ruido del golpe despertara a alguien más en la casa. Guardé pacientemente la llave en uno de los bolsillos interiores del abrigo que había tomado prestado del marido de la señora Cándida, pensaba que quizá entre el tumulto y la romería podría caerse la llave y perderse, así que procuré guardarla bien.


Hacía un poco de frío y una bruma helada bajaba por la calle, clima bastante raro para esos días de fiesta. Caminamos hacia abajo por la Calle del Senado pero yo no dejaba de pensar que el aíre de la pequeña sala de la casa de la señora debía seguir múcho más cálido que el de afuera, quizá de algún modo empezaba a extrañar a Cándida – ¿ya la llamaba por su nombre?- y su repentina y súbita belleza. - ¿Por qué la demora? – interrumpió mi compañero mis pensamientos, -afortunadamente me desperté y vine a buscarlo o nos hubiéramos perdido la misa de gallo – añadió. - Me quedé dormido leyendo uno de mis libros -¡vaya mentira! – tal vez estaba cansado.


Seguimos en silencio hasta llegar a la iglesia; la misa comenzó enseguida pero todo me empezó a parecer aburrido y plano, todo el ritual y el lujo no lograban despertar mi asombro y en medio de la misa estuve a punto de dormirme varias veces. Salimos de la iglesia con una premura tácita obligada por mis pasos apresurados. -¡Vaya, si era cansancio lo suyo! – me increpó mi acompañante – mejor váyase a descansar aprovechando que hoy es feriado. Yo solo asentí a su sugerencia con un leve gesto, moviendo la cabeza y los hombros y apenas concluida la despedida con mi compañero de misa de gallo caminé rápido de vuelta a la casa.


Tal vez por estar apresurado perdí el camino y en más de una esquina me tuve que detener y devolver los pasos, caminaba la calle entera hacia arriba y cuando llegaba a otra esquina me daba cuenta que me había equivocado -¡que tonto!- pensaba y volvía a retomar el camino.


Finalmente llegué al portón de la casa y busqué la llave rápidamente esperando encontrar a Cándida aún despierta y poder terminar el silencio en el que se había quedado la conversación, pero dentro del abrigo mi mano sintió el frío del azar; el bolsillo tenía un pequeño agujero al lado de la costura de adentro por el que llave había ido a parar al suelo de alguna de las esquinas de mi torpe recorrido de regreso.


Me senté en un escalón al lado de la portezuela y confirmé lo que esperaba, Cándida estaba aún despierta; hasta el portón llegaban los gritos de placer de la tímida señora Cándida, su marido había regresado.


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